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01.10.2018 — 18:19

El lento movimiento de levantarse y volver

Laura Terré

Josep Maria Roset, fotógrafo

Viendo las hojas de contacto de Josep Maria Roset, supe de inmediato que me encontraba ante un caso excepcional. Tras el primer impacto, la pregunta que me hice fue: ¿quién ha seleccionado estas fotografías para que todas sean tan buenas? No es tan sencillo extraer una personalidad tan contundente buceando a través de los negativos de un archivo. Últimamente estamos acostumbrados a ese tipo de rescate. Pero en la mayoría de los casos lo que emerge al presente es el material nostálgico que sacia nuestra curiosidad sobre un tiempo pasado como mera documentación de la historia y las costumbres. Un tipo de “descubrimiento” para el que Roset sería una mina, dado el contenido y la extensión de su archivo tan imbricado, además, con su ciudad y su comarca.

Pero no. El trabajo fotográfico de Roset no es un archivo local. Es una “obra” en la que cada foto invoca un universal de interés para la historia de la fotografía, que sabemos que es la Historia, dicha con mayúscula, de todo lo concerniente al ser humano moderno. Roset ha tratado aquellos temas cruciales de la segunda mitad del siglo XX que preocuparon a los buenos fotógrafos, y por eso se le puede relacionar con los principales movimientos estilísticos de la fotografía en nuestro país.

En cualquier caso, aún no hemos dicho que el criterio de selección ha sido del autor, que él mismo ha ido eligiendo las fotos que le presentaran en su primer libro. Una motivación más para recuperar no solo sus imágenes sino su voz y su intención.

Aún faltaría un detalle. ¿Hay más fotos como estas o todo se acaba en este par de cientos de obras maestras? La respuesta es sobrecogedora, pues nos hallamos ante uno de los legados personales más copiosos de la fotografía catalana. El legado de Roset, que aún sigue activo a sus 82 años, tiene más de trescientos cincuenta mil negativos.

Es una extraña sensación tener conocimiento de la extensión y la calidad de un archivo como el de Josep Maria Roset después de muchos años de investigación en el periodo. Aquel fotógrafo ganador del Premio Egara y Negtor del año 1970 había quedado reducido a los listados de autores de la concursística del momento, desaparecido a todos los efectos de exposiciones recopilatorias o trabajos panorámicos de la fotografía catalana. Pero su archivo revela hoy su auténtica importancia. Ahí está el mejor fotoperiodismo de los sesenta, a la altura de los grandes como Paco Ontañón o Ramón Masats. Ahí también la fotografía íntima del humanismo que practicaron autores como Gabriel Cualladó o Ricard Terré. El retrato introspectivo de los personajes de la cultura, del teatro, a la altura de los mejores retratos del primer Schommer, Juan Dolcet o Pomés. También los paisajes simbólicos y austeros de Paco Gómez. La gracia de la sátira social que conocemos en la obra de Maspons o de Colita. El atrevimiento, la denuncia y la insolencia en contra del sistema, atravesando cualquier circunstancia, de la dictadura a la democracia. Las escenas de calle durante la Transición que creíamos agotada en los archivos de los fotógrafos de plantilla de las revistas gráficas del momento. Pero también la potencia metafórica del surrealismo de los ochenta. Después de conocer su trabajo tenemos la necesidad de poner orden los referentes y las cronologías para situar de nuevo los hitos de la fotografía catalana.

¿Dónde había estado este fotógrafo, por qué no conocemos o nombramos sus triunfos, que los hubo? Roset fue fotógrafo durante dos años de la recién creada agencia Europa Press (1959-1960), para la que cubrió grandes reportajes, uno de los cuales llegaría hasta las páginas de Life. Publicó portadas magistrales en Arriba, hizo reportajes para La Actualidad Española, fue retratista de teatro, etc... Pero avatares de la vida lo llevaron a recluirse en Rubí, documentando la vida sencilla de sus contemporáneos y de aquellos que pasaron por la villa. Roset ha demostrado un instinto de reportero, una facilidad para apuntar el interés de los temas, que pocos fotógrafos han tenido.

Explosió a Can Viloca, 1958, Josep Maria Roset

Los conjuntos que muestra este libro, una pequeña cata de la obra de Roset, se funden sin dificultad con la personalidad del fotógrafo. Las fotos de prensa para Europa Press tienen un punto de vista muy personal, muy gráfico, unos primeros planos valientes, bien encuadrados, que muestran una habilidad poco frecuente en los fotógrafos de la época. Aprovecha elementos del entorno para simbolizar aquellos aspectos de la realidad que no se podrían expresar en un texto. Roset, en casi dos años, demostró ser muy buen reportero. Pero se vio obligado a cortar drásticamente su carrera profesional por culpa del acecho de la policía secreta franquista. Y buscando la libertad acabó yéndose al país vecino. La Francia soñada. Si hubiera sido más fácil para un inmigrante español de los años sesenta, quizá ahora Roset sería un Koudelka, quién sabe… El hijo de un cabrero, como un Miguel Hernández en poesía, gozaba de un instinto fotográfico que se expresaba con estilo directo, sin trabas, fiel a la verdad y se mostraba libre, tan libre como se les permitía a los pobres.

En los retratos Roset destila una melancolía extraña. Sus modelos casi nunca miran a cámara. Están abstraídos, ensimismados, sin querer explicar lo que les pasa. La humanidad de los personajes flota por encima de los clichés sociales que los presentan en sociedad. A Roset le gustan las poses hieráticas, rígidas, de las estatuas, los espacios decadentes y a menudo peligrosos de las casas en ruinas, los desvanes abandonados, y por eso casa sus modelos con estatuas de yeso, con puertas y ventanas de donde surgen los personajes como héroes de carne y hueso. Aunque no le hacen falta escenografías complicadas. A veces se conforma con primeros planos duros y mínimos para presentar todo el drama de una vida, como es el caso del criminal nazi Otto Skorzeny, a quien ni siquiera le tolera la mirada, para mostrar las cicatrices que convierten el retrato informativo en el retrato policial que hubiera hecho falta el día de su detención. Eso sentía Roset, al que vemos disparando la cámara en algunos casos como si disparara un arma, con la puntería y el compromiso de un maqui de la montaña.

Cuando Roset vuelve a su pueblo pone su talento observador al servicio de la gente y de los acontecimientos del día a día. Pero ¡qué día a día más movido! Qué extraño parece todo en la cotidianidad que nos muestra Roset… Cuando nos presenta las fotografías solo habla de lo que está pasando en la foto, describe los personajes y lo que significaban en ese momento, pero en la imagen nosotros no vemos eso, sino un mundo crudo, a veces cruel, absurdo, lleno de señales. Corderos colgados o apuñalados, una bola de piedra pendiendo sobre un abismo, una pareja perdida en la nada, políticos cortando una cinta en una carretera del fin del mundo… Es el mundo estrecho, sofocante, de los últimos años del franquismo y las primeras luchas callejeras de la Transición. Roset ha tenido la sensibilidad de retratarlo como testigo, porque solo tenia que abrir los ojos y guardar un fotograma en la recámara para guardar vistas insólitas de la lucha obrera, de las asambleas políticas. Incluso, algunos personajes son todavía hoy caras conocidas, pero están, igual que en los retratos, posando, en un rapto de melancolía. Qué curioso, alguno de ellos es ahora un alto cargo de la política.  Roset se los mira a todos con la incredulidad del que ha observado mucho, del que mira mucho, del que no ha cambiado de acera en toda su vida, y continúa mirando las cosas desde la misma posición que tendría un obrero libertario.

Hay un espacio en el trabajo de Roset que rehúye el pesimismo, el escepticismo, la frialdad del documento. Es el espacio íntimo al lado de su familia, de sus amigos, entorno en el que se permite burlarse un poco de si mismo, escenificar, como aprendió de los actores y actrices que frecuentó en su actividad de cronista de teatro. La ternura, el cuidado con que se aproxima a los pequeños, a su mujer, da fe de su sabiduría sobre la vida. Como el relojero del universo –con la lente del objetivo bien encajada en la cuenca del ojo– se aplica a los sentimientos, a los dramas de la vida, desde el primer minuto de un bebé a quien todavía no late el corazón, hasta la vejez llena de alegría de una mujer de la que recuerda el nombre: Balbina. Todos sus personajes han sido importantes en su vida, o así lo parece. Un apartado importante son los jóvenes, los adolescentes, llenos de curiosidad y de energía. La fotografía íntima de Roset es el storyboard de una película que nos gustaría ver sobre nosotros mismos, al estilo de la Nouvelle Vague, más que del Neorrealismo, sin imponernos los modelos externos alejados y estereotipados de esa segunda mitad del siglo XX que nos tocó vivir de una forma peculiar, arrancados de la tierra y llevados por la fuerza a la fábrica, arrancados de la libertad de pensamiento y forzados a la ideología de la mano alzada. La obra de Roset representa el lento movimiento de levantarse y volver.

Por eso es tan urgente corregir este lapso en las historias de la fotografía que han obviado la presencia de un fotógrafo tan particular, esencial para comprender la importancia del arte de la fotografía catalana a escala universal. Usando las palabras de Gabriel Querol, otro de los grandes olvidados de nuestra literatura fotográfica, después de ver los contactos, “pude darme cuenta que había en Roset la callada intensidad de un cerebro de primera clase, con su visión particularísima de ver las cosas y la vida, y con cierta predisposición confidencial hacia lo que de insólito y expresivo podía darnos eso que hemos dado en llamar mundo audiovisual.”[1]

 

Laura Terré

Historiadora de la fotografía y comisaria de exposiciones

Texto de Laura Terré publicat en Tal com jo ho he vist. Fotografies de Josep Maria Roset. Rubí, setiembre 2014.

 

[1] Gabriel Querol Anglada. «Jose Maria Roset. Premio Negtor 70 de Fotografia». Imagen y Sonido No. 38 / Agosto 1971

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